La parroquia de Santo Domingo de la Calzada no es un templo común. Pequeño, como tantos otros lugares de culto alejados de la influencia de las grandes ciudades, consta de una nave principal y un campanario ligeramente más elevado, rematado por una pequeña cruz de metal. Sin embargo, lo que caracteriza a la única parroquia ubicada físicamente en la Cañada Real no es lo que se puede ver, sino sus carencias.
En Santo Domingo faltan muchas cosas: es una iglesia, pero no tiene altar o al menos no uno al uso; hay un campanario, pero no tiene campana, desde que fuera robada hace ya 4 años; tiene un párroco, Agustín Rodríguez, pero este no oficia comuniones, ni bodas (tan solo dos en 20 años), aunque sí bautizos, pues es un rito compartido por gran parte del pueblo gitano. Es una parroquia que abre sus puertas a todos los habitantes de la Cañada, pero no tiene una comunidad propia.
Lo más llamativo es, no obstante, su falta de futuro. “La parroquia, como la Cañada, tiene fecha de caducidad”, asegura el religioso con rotundidad. “Todo este sector va a ser realojado entero y, si la población desaparece, la parroquia no tiene ningún sentido”, explica desde un modesto despacho dentro del edificio parroquial. Irónicamente, cuando las administraciones hacen planes para desalojar el ámbito, el proyecto del Bosque Metropolitano propone que el templo se convierta en el hub social del sureste.
Para llegar hasta él, es necesario atravesar gran parte del sector 6 de la Cañada Real, uno de los más complicados del asentamiento. Por el camino, a ambos lados de la carretera, pobremente asfaltada, se acumulan las chabolas y tiendas de campaña, a cuyas puertas, los vecinos se calientan en improvisadas hogueras, encendidas en bidones metálicos que se han multiplicado desde el corte de la luz que se prolonga desde hace cinco años.

Al llegar al templo, el paisaje no cambia demasiado. Los escombros se acumulan llegando hasta sus muros y una tienda de campaña se alza en el suelo a tan solo unos metros de la entrada. Una vez dentro, además de las mencionadas ausencias, algunos elementos llaman la atención. En la parroquia hay baños con duchas que, durante años, fueron las únicas a las que muchos drogodependientes de la zona pudieron acceder; también hay una pared cubierta hasta arriba de taquillas, instaladas para que algunos de ellos pudieran guardar su ropa; pero, sobre todo, destacan las fotografías.
Dignidad no reconocida
En ellas, se pueden ver, además de numerosos rostros de habitantes de la Cañada, recuerdos de algunas de las iniciativas en las que la parroquia ha participado, como un desayuno comunitario en el marco del programa Encuentros con dignidad. Esta palabra, dignidad, es una de las más repetidas por Agustín.
“Todos somos hijos de Dios, esto lo que te confiere es una dignidad y en la gente de la Cañada, esa dignidad muchas veces no es reconocida. No es reconocida en el inmigrante, en el drogodependiente, en el gitano, en la mujer, en el chaval con problemas de salud mental…”, se lamenta.

“Nuestro trabajo consiste en reconocer dignidades”, asegura. Por ello, la parroquia ha buscado implicarse en proyectos que alivien la situación inmediata de las personas como, por ejemplo, comedores populares, ayudas directas, talleres de crianza, apoyo a los drogodependientes o programas de mediación. Todo ello, desde un enfoque comunitario, sin buscar protagonizar unos procesos que, consideran, deben ser de los propios vecinos.
“Un territorio nunca va a mejorar su situación si no lo hace de una forma comunitaria. Lo demás son parches”, afirma. En el marco de este espíritu comunitario, el párroco destaca el papel fundamental de las administraciones públicas, a las que reconoce numerosos logros, pero a las que también acusa de caer en la desidia en demasiadas ocasiones. “Un chaval que tenga ahora mismo cuatro años en la Cañada, no ha conocido la luz y eso no puede ser”, sentencia.
El segundo templo
Santo Domingo no tiene futuro, pero en el presente, trabaja por mejorar la vida en su entorno, gracias a un arraigo profundo en el territorio con un pasado que se remonta 70 años en el tiempo. Y es que, la actual iglesia no es el primer templo en el que reside la parroquia. El anterior, de mucha mayor riqueza en su construcción, fue expropiado y demolido en el año 2000 para construir un distribuidor vial sobre la A-3.

La iglesia original fue conocida durante décadas como la ‘Parroquia del kilómetro 14’, ya que se encontraba en ese punto kilométrico, inmediatamente junto a la autopista. Este edificio fue inaugurado en el año 1957, al igual que el actual que, en realidad, por aquel entonces tan solo era una pequeña capilla-escuela para atender a los niños del poblado de Santo Domingo de la Calzada (que da nombre a la parroquia), construido por la institución franquista de Regiones Devastadas.
Sin embargo, la parroquia no es tan solo sus edificios, sino su gente y, sobre todo, su historia, que se remonta incluso a algunos años antes, cuando, en 1953 fuera erigida canónicamente por la Iglesia y en 1955 fuera reconocida legalmente mediante permiso gubernativo. Una historia que ya se prolonga por más de 70 años y que ha vivido todas las etapas por las que ha pasado la Cañada, como la llegada de la droga a principios de los 2000.

Por ello, ante la posibilidad de la desaparición de esta historia, custodiada por los distintos párrocos que se han sucedido a lo largo de los años, el Arzobispado, cuenta Agustín, se plantea que la parroquia pueda ser realojada, de una forma similar a lo que sucederá con la gente de la Cañada. Puede que el edificio sea demolido, puede que se busque una fórmula para su conservación, pero “la parroquia deberá buscar un nuevo lugar en el que comenzar. Un lugar en el que pueda seguir siendo útil”, asegura el párroco.
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